Vivir
lejos te hace ver todo de otra forma. Digamos que, inevitablemente, reflexionas
desde la distancia acerca de lo que te falta. Y, obviamente, echas de menos
muchas cosas. Echas MUCHO de menos. Cosas que en realidad tienen forma de
persona o de sabor o de olor. No son cosas en sí mismas. Y la verdad es que nunca lo pensamos cuando
lo tenemos, mientras lo disfrutamos de un modo inconsciente.
Llevo
tres años viviendo en Washington DC, aunque en total son ya catorce lejos de mi
hogar y de los míos. Me fui de casa de mis padres a los 18 años (sí, en efecto…
tengo 32) para estudiar en la universidad de otra ciudad a 400 kilómetros de la
mía. Ahora me parece una distancia muy corta porque son exactamente 6.490
kilómetros - y todo un charco de por medio - lo que me separan de mi tierra.
Pero entonces las distancias eran más largas. O al menos así se percibía. Me
sentía muy lejos de casa. Pamplona, donde estudié, estaba entonces a seis horas
en autobús de Barcelona, mi ciudad natal. Ni el tren ni el avión estaban al
alcance de mi presupuesto más allá de una vez al año, generalmente por las
vacaciones de Navidad. El billete de avión costaba 300 euros en una época en la
que los sueldos mensuales no llegaban a 900. Y eso que yo todavía no trabajaba,
al menos no cobrando. Mi primer sueldo como periodista llegó cuatro años más
tarde, ya licenciada.
El caso
es que han pasado varios años desde mi primera aventura como inmigrante, aunque
los primeros destinos fueron en mi propio país: Martos (un pueblito de 36.000
habitantes en Jaén), después Pamplona, Mallorca y Madrid. También fuera de
España: México, Portugal, Brasil y, en estos momentos, Estados Unidos. Siempre
he encontrado una razón para irme y, desde luego, siempre he encontrado varias
para quedarme.
Una de
esas razones por las que dan ganas de irse y dejarlo todo es perderse momentos
especiales. Renunciar desde la distancia al día a día con las personas que más
quieres. Verlos de uvas a peras. Dejar de asistir a cumpleaños, nacimientos,
bautizos, comuniones y, en la gran mayoría de los casos, bodas. Y precisamente
las bodas, cuando estás en la etapa de los veintimuchos-treintaitantos, se dan
con mayor frecuencia de la deseada. Se convierten en momentos trascendentales
de tu existencia. Digamos que las bodas ganan una dimensión mucho más allá de
la unión de dos amigos que se quieren y deciden pasar el resto de sus días
juntos.

Y es que las bodas de nuestros familiares, amigos o conocidos nos obligan de
repente a planificar nuestras vidas. Se convierten en esos momentos donde otras
decisiones entran en juego: tus vacaciones, tu presupuesto, tus compromisos con
familiares y amigos... Por no hablar del sinfín de cosas que tienes que hacer a
la vez para coordinar la logística entorno a estas celebraciones. Son esas determinaciones que reflejan el valor
que le das a las cosas. Diría que, llegado ese momento, toca pensar un buen
rato, sacar papel y lápiz, y comenzar a
definir por orden de prioridades el “listado decisivo”. Aquél que nos hará
tomar la decisión más acertada.
1. El grado de amistad que te une con uno o
con ambos de los contrayentes. Hay unos pocos privilegiados a quienes sabes que
no les puedes fallar ese día. Los mismos que sabes que también harán lo imposible
por estar presentes el día de la tuya (y de otros tantos momentos importantes). Porque
no hay nada más valioso que estar con tus seres queridos y compartir los
recuerdos, como éste, que van forjando la amistad con el paso del tiempo.
2. Las vacaciones que te puedes tomar o, mejor
dicho, las responsabilidades de las que te puedes desprender por unos días. Si
vives al otro lado del charco o a varios países de distancia, es muy probable
que decidas empalmar tus vacaciones con el viaje de boda. Algo que ocurre, como
mucho, dos veces al año. Si aprovechas ese viaje para tomarte unos días de
vacaciones, también tendrás que ingeniártelas de todas las maneras posibles
para escoger el mejor destino, la compañía que más deseas (haciendo que tus
vacaciones coincidan también con las suyas) y otros pequeños detalles como qué
llevar en la maleta (solamente lo de la boda te ocupa ya la mitad del espacio),
de qué puedes prescindir para ajustar el presupuesto, qué enlaces te convienen
más para la ida y para la vuelta, y un largo etcétera…
3. El presupuesto que te puedes permitir para
tal propósito. Teniendo en cuenta la infinidad de gastos que conlleva una boda:
billetes de avión, estancia en el caso de que sea en otra ciudad distinta a la
tuya, vestido, complementos, maquillaje, peluquería… Sin hablar del regalo.
Aunque en estos casos los novios serán los primeros en pedirte que no les
compres nada, que el mejor regalo es tu presencia. Te esforzarás, aun así, en hacerles algún detalle tratando de no
gastarte mucho dinero y acabarás gastando más de lo esperado, de todos modos.
Y, en total, todo lo que habías ahorrado en los últimos cuatro meses.
4. Otros
compromisos que debes cumplir
siempre que pasas por tu casa o cerca, sin excepción. A veces la boda no la
tienes directamente en tu ciudad, pero sí en tu país. Y eso ya condiciona todo.
La familia suele encabezar esta clasificación de compromisos o, mejor dicho, de
obligaciones. Sin pasar por alto la lista de médicos a los que tienes que
visitar, los amigos a los que quieres ver y los lugares a los que te apetece
volver o te gustaría conocer por primera vez (esos que todo el mundo en tu
nueva ciudad conoce menos tú, que para colmo eres de allí).
Con la
distancia, cualquiera de estas cuatro razones se multiplica en grado de complicación
y la disponibilidad para asistir al evento todavía es menor. El tiempo y la
experiencia también nos enseñan a sacrificar. Tomar decisiones es parte de la
aventura de la vida. No sólo los momentos que vivimos, sino también aquéllos a
los que renunciamos. Seguramente si volviéramos atrás, decidiríamos no ir a alguna de
las bodas a las que fuimos. Lo que me recuerda la tan recurrida frase: “En
la vida hay que arrepentirse de las cosas que uno hace, no de aquéllas que no
llega a hacer”. Vamos bien, entonces.
Creo
que tampoco puedo dejar de plantear la situación vista desde otra perspectiva. Si
eres tú quien está organizando tu boda y te planteas invitar a personas que
viven lejos, te comparto una lista de recomendaciones que leí hace poco y te pueden ser de utilidad. Se trata de unas
pautas a seguir que, como mínimo, te invitan a reflexionar.

Mis amigos Sara y Roberto debieron leerse esta lista de recomendaciones. Superaron con creces las expectativas de los invitados. O al menos las mías. El día de su boda no faltó ni el más mínimo detalle: desde unas coloridas señalizaciones con el destino y la distancia de todos los asistentes (¡fui la que venía desde más lejos!), hasta el regalo personalizado sobre mi asiento (lo tengo en la oficina al alcance de mi vista todos los días), las canciones (“cuando me siento bien” será ya un recuerdo eterno), las inspiradoras palabras o la insistencia de que mis dos noches de hotel ya estaban pagadas. Nunca antes me había sentido tan querida en una boda ni con tanto agradecimiento por estar ahí presente. ¡Qué especial te hacen sentir amigos así y cuánto vale la pena dar la vuelta al mundo para compartir con ellos uno de los días más especiales de sus vidas! Algo parecido sucedió hace unos años con los primeros amigos que se me casaron: Rocío y Nacho. Escribieron una carta, de puño y letra, a cada uno de los invitados sentados a su mesa. Todavía guardo la tarjeta y recuerdo con cariño la ilusión que me hizo encontrarla. Otra boda en México me recordó lo mucho que vale la pena estrechar lazos con la familia y el entorno de nuestros amigos. Su casa se convierte también en tu casa. Y en Colombia, cómo olvidarlo.
Con
mayor o menor morriña, lo que está claro es que todo en la vida son etapas.
Después de la de veintimuchos-treintaitantos, llena de bodas y nacimientos, comenzamos
a afrontar otras situaciones no tan lúdico-festivas: la etapa de los divorcios. Y, cuando llegue ese momento, te alegrará saber que tomaste la decisión
adecuada al presenciar el momento en que estos mismos amigos que ahora se
divorcian entonces se casaban. Si eso sucede, te aliviará pensar que tu viaje a
su boda no fue en vano. Seguramente recordarás que tomaste la decisión adecuada
al marcar todas tus prioridades y aprovechar cada instante ese viaje mientras
hacías

en tu listado de otros compromisos (familia, médicos, amigos,
viajes...). Probablemente recuerdes la cantidad de cosas que hiciste durante
esas vacaciones que tomaste para ir a esa boda. Y tendrás muchos otros
recuerdos que por sí solos habrán merecido la pena.